La misión de Stella Durán Escalona

Jueves, 16 de Septiembre de 2021

En el calor del mediodía, en pleno centro de Valledupar, el cuerpo esbelto de una joven mujer de cabello corto subió a la tarima ‘Francisco el hombre’ después de que decenas de hombres habían pasado por allí para cantar un son, una puya, un merengue o un paseo. Las caras de los espectadores mostraron asombro, incredulidad y rechazo, pero bastaron solo unos segundos para que la voz de Stella Durán Escalona, como una mágica flauta dulce, les acariciara el alma.

Era la última semana de abril de 1971 y se celebraba la cuarta edición del Festival de la Leyenda Vallenata, donde nunca antes, jamás, había osado una mujer presentarse a concursar en canción inédita y mucho menos, los directivos permitirlo. Una dama, se decía entonces y más en ese rincón del Caribe, no estaba para esas cosas y mucho menos para parrandear y componer o interpretar vallenatos.

Cuando Stella acabó de cantar Lamento arhuaco, los espectadores, en un 95 por ciento hombres, por supuesto, tenían ganas de aplaudir pero debieron aguantar las ganas para que no se notara que la perfecta interpretación de aquella joven de apenas 20 años los había embelesado por el terciopelo de su garganta, la métrica exacta y la novedosa letra, que daba cuenta del olvido que desde siempre ha padecido este pueblo indígena.

Solo unas semanas atrás, Stella había recibido en Valledupar, en un sobre de manila venido desde Ibagué, un casete y una carta con primorosa caligrafía de su hermano Santander Durán Escalona con la detallada misión que le habría de marcar a ella la vida por siempre.

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“Santander combinaba su agronomía con la composición y me mandó en el casete dos canciones, Las bananeras y Lamento arhuaco, dos vallenatos tradicionales pero con letras de protesta. En la nota me decía que buscara al maestro Alberto Pacheco, un acordeonero famoso, montara con él los temas, los inscribiera en la modalidad de canción inédita del Festival y, como si fuera poco, los presentara en tarima. ¡Qué responsabilidad y compromiso en esa época!, pero de una vez resolví hacerlo”, narra Stella con la cadencia Caribe, que en su tono parece el suave murmullo de las aguas del río Guatapurí al amanecer.

Cuando acabó de cantar Lamento arhuaco, Stella Durán Escalona bajó rápido de la tarima y después de saludar a unos conocidos con su amplia sonrisa se fue a la casa de su tía Justa, donde pasaría la noche. No eran las 10 p.m. cuando hasta allí llegaron varios arhuacos que hacía varios días habían bajado de la Sierra Nevada de Santa Marta para disfrutar el Festival de la Leyenda Vallenata.

En una ciudad pequeña todo se sabe y así, los indígenas dieron fácil con el paradero de Stella. Ella salió a la puerta y los arhuacos se abalanzaron a abrazarla. “Estaban muy emocionados y casi ni me dejaban hablar –recuerda–. Les dije que el tema no lo había compuesto yo sino mi hermano Santander y la respuesta del mayor de ellos fue ‘pero venimos a felicitarte a ti, porque la canción ganó en su categoría’. ¡Imagínate la emoción mía también!”

No era para menos. Esa fue la primera vez que una mujer subía a la mítica tarima ‘Francisco el hombre’ a cantar en uno de sus concursos, más aún con dos vallenatos de corte social y, para rematar, se lo gana. Fue, tal vez, el primer fruto que los hermanos Durán Escalona recogieron de nacer y crecer en medio de un ambiente donde el folclor vallenato se paseaba por la sala, los pasillos y los patios de su casa.

A comienzos de los años 60 del siglo pasado, Santander Durán Gómez decidió sembrar algodón en su finca, en la vereda El Callao, de Valledupar, y construyó allí una hermosa casa a donde llevó a vivir a su esposa, Abigail Escalona, y sus cinco hijos, Santander jr., Franklin, Martha, Stella y Leonor.

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El promisorio negocio y la tranquilidad del lugar entusiasmaron a Rafael Escalona, cuñado de Santander Durán Gómez y tío de sus cinco hijos, quien no lo pensó mucho para comprar la finca vecina.

Stella y sus hermanos, entonces, crecieron escuchando las parrandas e historias del maestro Rafael Escalona y viendo y oyendo a los juglares y compositores vallenatos que llegaban hasta El Callao para participar en esas tertulias musicales que no pocas veces se alargaban durante días, a lo que se sumaba la radiola de la casa paterna que desde el amanecer hacía sonar, especialmente, los discos de Bovea y sus vallenatos.

Muchos años después, Stella, quien ya era reconocida en la región como una gran cantante vallenata, fue autorizada por Escalona para que grabara 16 de sus temas en un CD –el primero que se hizo en Valledupar– bajo el título El cantor de Patillal, la última composición del maestro y que, por supuesto, estaba incluida en él junto a Honda herida, La brasilera y El compadre Simón, entre otros.

En realidad, fue un guiño y reconocimiento de Escalona al inmenso talento de su sobrina, quien también incursionó con igual éxito en la composición de hermosos paseos y merengues como Canto a mi tierra y No es mentira.

Hoy son tiempos diferentes a los bucólicos que vivió durante su infancia, adolescencia y temprana adultez en los campos de Valledupar y en las entonces estrechas calles de esa ciudad, donde la brisa era el mejor mensajero de los cantos y notas del vallenato tradicional que hacían más llevadero el calor que desde muy temprano envuelve la región.

“Gran parte de lo que se toca hoy por el movimiento juvenil y se escucha por la calle no es vallenato”, afirma la maestra Stella y expone un argumento que, de entrada, suena irrebatible cuando se le habla de la necesidad de rescatar este patrimonio intangible de la humanidad: “Para que sea catalogado como vallenato debe ser un paseo, un merengue, una puya o un son y mucho de lo de hoy no lo es. Es, simplemente, una música que usa acordeón y se apoya en el nombre del vallenato, pero vallenato no es”, subraya con su voz de flauta dulce mientras la brisa de la media mañana besa y acaricia su cabello, como lo hace, perenne, el Guatapurí con sus playas.