A la memoria del ‘Décimo’

Jueves, 16 de Septiembre de 2021

A José María ‘Chemita’ Ramos Navarro todavía le cuesta hablar de su padre, José María ‘Chema’ Ramos Rodríguez.

El alma se le desbarata, la garganta se le congela, la lengua se le vuelve una pelota inmanejable y en el estómago siente un vacío grande, tan grande como la plaza ‘Alfonso López’, la misma donde su papá, un día de finales de abril de 1977 se coronó como rey vallenato.

‘Chemita’, quien también alcanzó ese título 23 años después y en la misma plaza, no asimila aún la muerte de su padre, el 25 de septiembre de 2020 en Bucaramanga, luego de una enfermedad que lo acorraló rápidamente, sin tregua, y finalmente se llevó a este rey vallenato, conocido como ‘el Décimo’ porque, precisamente, ese es el lugar que ocupa en el máximo cuadro de honor del Festival de la Leyenda Vallenata.

Por eso, y como a todo músico, lo que mejor le aflora en los momentos de nostalgia a ‘Chemita’, a quien, por supuesto, muchos le dicen ‘el 33’ por estar en ese puesto en la línea de los reyes vallenatos, es la melodía y más aún cuando el aroma de los crisantemos, los gladiolos y las rosas blancas del funeral de su papá, en Urumita (La Guajira), lo tiene impregnado en el corazón.

No. No puede hablar ‘Chemita’ y por eso, mejor, cuando le preguntan por su padre, toca en su acordeón una rutina en ritmo de paseo que ‘el Décimo’ creó hace décadas y que quien la ejecute como los miembros de esta dinastía vallenata lo hacen, con los sonidos tradiciones y ese dejo característico de los Ramos, se luce y descresta a su público.

La muerte de ‘Chema’ fue, de cierta manera, inesperada, no solo porque el amante del folclor se imagina que un rey vallenato es para toda la vida, como lo eterniza la memoria, sino porque a pesar de que el maestro presentaba unas dolencias, nada hacía pensar que se adelantaría en el camino.

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Incluso, ‘Chema’ se escuchaba bien al otro lado del teléfono. Sus familiares decían que estaba con algunos achaques, pero nada grave y que con gusto participaría en el documental La memoria del territorio, que contemplaba charlas con maestros del vallenato tradicional, como él y los demás miembros de su dinastía. Todo estaba listo.

Una semana después de cuadrar la charla con ‘el Décimo’ y un día antes de que el equipo de de producción del documental viajara a Valledupar a grabar, llegó la noticia de su muerte. Fue un mazazo al corazón.

Ramos, quien nació en Urumita el 28 de octubre de 1948, era el tercero de una dinastía vallenata que surgió allí a comienzos del siglo pasado con su abuelo y su padre, José María Ramos Rojas, el primer ‘Chema’. Fue este último quien lo inició en el acordeón al notar que el joven no le perdía la vista al movimiento de sus manos cuando tocaba en parrandas y ensayaba en su casa.

A los 10 años ‘Chema’ Ramos Rodríguez interpretaba con destreza de veterano parrandero el son, el paseo, la puya y el merengue, lo que no a pocos los llevó a pensar que en un futuro ese guajiro de piel caoba sería uno de los acordeoneros más famosos del país.

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No se equivocaron. Después de centenares de parrandas y toques se presentó a concursar en 1977, con 28 años, en la categoría profesional del Festival de la Leyenda Vallenata y allí, en su primera vez, llegó a la final. Esa noche tocó, rebosante de inspiración, un merengue del viejo Emiliano Zuleta Baquero, La Pule; El pechichón, paseo de Luis Enrique Martínez; un son de Joaquín Moras, y una puya titulada El amigo.

El público y el jurado quedaron convencidos y derrotó a acordeoneros de la talla de Alberto Muegues, Miguel Ahumada, ‘Chiche’ Martínez, Rafael Salas y el famoso Juancho Polo ‘Valencia’. Fue el comienzo de muchos triunfos en festivales del Caribe colombiano y en otras zonas del país donde el vallenato hace parte del folclor, como Barrancabermeja. En realidad, los ganó casi todos.

Sus rivales de festivales y concursos lo catalogan como uno de los mejores acordeoneros y un auténtico defensor del vallenato tradicional, el que ejecutaba tranquilamente, como si entrara en un estado de meditación profundo y dibujando una suave línea horizontal en sus labios, mientras los pitos y bajos de su acordeón envolvían mágicamente el lugar donde estaba.

Esa misma destreza, sin proponérselo, se la traspasó a su hijo ‘Chemita’, pues no quería que él fuera acordeonero y, por el contrario, se dedicara al estudio, para que la vida le fuera más fácil. “Usted dirá que tocar acordeón es sabroso, y sí, pero también se sufre; hay momentos difíciles”, solía decir ‘Chema’. Por eso, antes de salir de casa, dejaba los acordeones con candado, para que su primogénito no los cogiera y empezara a sacarles notas. “Hijo, usted saque una carrera, yo quiero ver que usted sea un profesional, no en el acordeón”, remataba antes de cerrar la puerta de la casa en Urumita.

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Pero la música va impregnada en la sangre, contagiando todos los rincones del cuerpo, no hay nada que la detenga y por algún lado debe salir. ‘Chemita’, ya adolescente, aprovechaba las vacaciones en la casa de su tío Ramón Ramos, en Maicao (La Guajira), para que este le prestara el acordeón y fácilmente lo dominó, como si estuviera ensayando desde pequeño.

Una noche, ‘Chema’ iba a salir de casa y antes de cerrar le advirtió, una vez más, a ‘Chemita’, recién desempacado de Maicao, que ni se le ocurriera coger los acordeones, que no quería que aprendiera a tocar y, menos, que fuera músico. Por supuesto, fue tarde: “Papá, pero si yo ya tocó, présteme uno y verá”, le contestó el joven, de entonces unos 19 años.

Incrédulo, ‘Chema’ le quitó el candado al lugar donde tenía los acordeones y le pasó uno a su hijo. Al escuchar las primeras notas se convenció no solo de que ‘Chemita’ sabía ya tocar, sino que tendría un gran futuro musical. Fue una epifanía que se materializaría en el año 2000, cuando su primogénito se coronó, como él, rey vallenato en una plaza a reventar.

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“Desde ahí siempre me apoyó y me daba consejos y secretos de cómo tocar, de hacerlo como él lo hacía: de mantener la cadencia, la autenticidad del vallenato tradicional, de respetar a los demás acordeoneros”, afirma ‘Chemita’, quien soltó palabras luego de tocar la rutina de su padre.

Dos hijos más de ‘Chema’, Edwar y José Alejandro, también tocan el acordeón con gran destreza y otro, Alí José, es un maestro guacharaquero reconocido, sin embargo, desarrollan profesiones paralelas, lo que él siempre quiso.

El acordeón, decía, le dio todo y pudo educar a sus hijos, algo de lo que vivía orgulloso. Era tanto su agradecimiento a ese instrumento y al folclor que siempre comentaba que nunca los iba a dejar, como dijo en una de sus últimas entrevistas: “Decirles que me voy a retirar es echarles mentiras. Mientras Dios me tenga parado, me tenga con vida, así no me gane un peso, seguiré tocando mi acordeón, porque ese nació conmigo y tiene que morir conmigo, porque es un gusto que tengo en mi corazón. A mí me nace tocar y solo Dios sabrá hasta cuándo va a estar conmigo”.